Translated by A. C. Koch
The original story in English can be found in Columbia Journal
El río ha estado seco desde que llegué al pueblo, pero los ancianos aún se sientan debajo de las palmas a lo largo de la orilla del río y tiran las colillas de sus cigarros en la arena donde solía correr el agua. “Cenizas a cenizas,” decían, riéndose. Ellos tenían un nombre para la sequía, la llamaban La Bruja. Pero la Bruja era peor que simplemente un lecho de río seco y cielos ardientes. Lo podías ver en los rostros de la gente. Nadie iba a hacer nada hasta que una pequeña lluvia cayera. Mientras tanto, nosotros íbamos a tomar tanta Coca Cola y Fresca como fuera posible traer hasta el desierto. En la calle los perros lamían las manchas brillantes de aceite, pensando suficientemente optimistas que pudieran ser charcos. Los burros, fastidiados del polvo, se paraban en la plaza del pueblo mirando la tierra y esperando que el mundo se desmoronara a su alrededor. Los pescadores se paraban en el puente y observaban el arenoso lecho del río como si admiraran sus propias reflexiones. Las mujeres colgaban ropa en los techos por las noches para que el viento caliente pudiera quitarles el mal olor. El olor no se quitaba, pero se matizaban con una pizca de rocío que caía en la noche del cielo sin nubes.
Yo estaba enseñando inglés, pero nadie estaba aprendiendo nada. Echémosle la culpa a la máquina de Coca-Cola que se encontraba parada monolíticamente en el patio de el Colegio Jean Piaget. Al principio de la clase, todos mis alumnos de sexto grado llegaron al salón con una lata de refresco. Cada refresco era una bomba de azúcar y en diez minutos, tenía treinta y cinco preadolescentes comportándose como criminales incorrectamente acusados en una silla eléctrica. Los lápices sonaban, las gomas saltaban, los sacapuntas volaban. Cartas de amor eran compuestas en la fiebre de niñas, dobladas en triángulos de origami, pasadas de mano sudorosa en mano sudorosa para terminar arrugadas—rechazadas!—en el suelo de cemento. El calor seco emanaba de las ventanas. El zumbido de las cigarras. El murmullo del polvo azotando las paredes de adobe. Río Muerto, se llamaba el pueblo.
Han sido dos años desde que llegué, y esos dos años fueron una época larga de sequía. No me había marchado todavía, porque estaba esperando que algo sucediera, y de hecho, ahora cada día me recuerda exactamente el día anterior. Me aflojé la corbata y me desabroché el cuello mientras caminaba por la Alameda debajo del follaje inclinado de las palmas. Exprimí la corbata y las gotas de sudor cayeron en la tierra donde se absorbieron sin dejar huella. A cinco cuadras por la calle, en mi departamento en el tercer piso me quité la ropa hasta quedar desnudo y me acosté en el piso que era rojo y ondulado con azulejo fresco de Saltillo.
No piensen que me estoy quejando. Había algo fascinante dentro de todo esto. Era como un solo día que nunca termina, y en vez de eso, se repite una y otra vez. No hay un futuro prometedor, sólo el ardiente presente. Yo soy de Seattle, en donde las sequías son como la hada “Campanita” —algo en lo que podrías creer, pero que nunca verás en toda tu vida. Tomé la actitud de que todo era un cuento de hadas, de que una bruja buena aparecería pronto para hacer todo fresco y mojado y para que todo estuviera bien otra vez.
Eso fue lo que pensé de Magali cuando ella se dio la vuelta. Sus primeras palabras hacia mí fueron: —No puedes hacer que llueva, güero?
A pesar de que realmente no lo soy, en México paso por güero. Estábamos en una carne asada de maestros de mi escuela a la orilla del río. Ella era la hermana de alguien.
—De donde yo vengo, no puedo hacer que deje de llover. Los metiches cerca de nuestra mesa de picnic se rieron de esto. Magali me guiñó el ojo. Era el tipo de deseo que florece espontáneamente en el desierto, como esas flores que cubren el desierto de Sonora de un día para otro, tan pronto como cae una fuerte lluvia.
Algunos días después, me dijo al oído, —Odias este lugar, no es cierto? Estábamos desnudos uno junto al otro acostados en la loseta de mi departamento. El sol, fluyendo a través de los cristales de la ventana, iba dejando manchas calientes por todo el piso.
—No lo odio, dije, pero no lo respaldé con ninguna evidencia.
—Vas a irte tan pronto termines tu contrato.
—No si hay una razón lo suficientemente buena como para quedarme. De verdad lo pensaba. ¿Qué le haría una buena lluvia a este lugar? Un vistazo de calles mojadas y burros relucientes en la plaza del pueblo, podrían cambiar mi mundo.
*
Entra mi ex-esposa. Sabrá Dios que la poseyó. El paquete llegó sólo con un video- sin una carta, sin un mensaje. Por alguna razón desconocida y vagamente siniestra, ella había puesto una cámara de video en un tripié y filmado la lluvia cayendo al otro lado de la ventana, en la Avenida Rainier, donde solíamos vivir antes de que todo terminara. Tres horas sin interrupción de lluvia: cascadeante, a chorros, expansiva y silbante. El cielo de la ciudad, gris y cambiante en el fondo. Una ilustración de su estado psíquico? Un mensaje codificado para hacerme empacar de regreso a La Capital del Suicidio del Mundo? No especulé. Vimos el video de principio a fin. Magali recostó su cabeza en mis piernas y yo acariciaba su cabello, largo, negro y polvoso. Vimos la caída de lluvia en Seattle, como cavernícolas observando una fogata. Chasquidos, chasquidos, silbidos, silbidos. Simplemente el sonido era erótico, sin mencionar la voluptuosa bruma levantándose de los techos, de las calles y de las aceras.
*
Como todos los días, mis alumnos de sexto, llegaron llenos de azúcar y de cafeína. Los romances florecieron y se desmoronaron en el tiempo que llevó pasar lista. Las patas de metal de las butacas chillaban en el cemento del piso, al ser alejadas de las ventanas para librarse de los rayos del sol que entraban a través del vidrio. Había llevado mi video casetera y conseguí la televisión del director. Sin una palabra de introducción, le apreté “play” y dejé que el video hablara por sí mismo. Los estudiantes estaban en silencio y se reclinaron hacia adelante de sus butacas. El sol seguía pegando cada vez más fuerte y nadie lo notó. La silbante mañana de Seattle se abría ante nuestros ojos y oídos. Chasquidos, chasquidos, silbidos, silbidos. Como una cubeta de agua en una fogata de campamento, extinguió el calor y nos echó a un lugar gris y confuso. El agua de la lluvia empapó el lente y parecía que estaba dentro de la pantalla de TV , como si algo mágico hubiera estado pasando en su interior. Vimos la lluvia durante toda la hora. Para mi tercera clase, el director mismo vino a ver, y el hombre que barría el patio, y las secretarias de la oficina. “Ponla otra vez”, dijeron cuando se acabó. Lo hice. Sorbieron sus cocas y sus frescas y el único sonido era el de la lluvia cayendo.
*
Magali y yo estábamos sentados en la pequeña barda de piedra que alguna vez llevó el río a través de la ciudad, y que ahora sólo servía para evitar que la arena llegara a la calle.
—Era como en la Iglesia, le conté, poniendo mis dedos en la cinta de video que estaba en mis piernas. —Excepto que nadie se quedó dormido.
—Todavía la quieres, dijo.
A pesar de que no había agua en el río, yo tenía la sensación de que podías ver reflexiones allí. Este pueblo, la gente, cómo podría ser el mañana, cualquier cosa que quisieras ver. —Así es como me siento acerca de ella, dije, levantando mi brazo y apuntando al arenoso lecho del río muerto. En cuanto a Magali, estaba empezando a considerarla como una corriente fuerte de agua clara y plateada, pero no se lo iba a contar todavía. Al menos no hasta que un poco de agua corriera por este lecho de río. Esperar a que esto sucediera me parecía una buena razón para quedarme en Río Muerto.
Los cuentos de A.C Koch se han publicado en F(r)iction, Mississippi Review, y Exquisite Corpse. Vive en Denver, CO donde trabaja como profesor de lingüistica en la universidad. Además de enseñar y escribir, toca guitarra en un grupo de power-pop, Firstimers.
Fotografía por Keagan Henman
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